por María Mercedes Tenti
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Sin lugar a dudas, una de las etapas más difíciles de analizar en la historia de la Iglesia Argentina es la comprendida entre las décadas del 60 y 80, caracterizada por una crisis profunda al interior de la Iglesia y del mundo católico, antes, durante y después del Concilio Vaticano II. Se trataba de una Iglesia que, hasta entonces, se había consolidado política y socialmente, de la mano del denominado catolicismo integral y del peronismo, y debilitado y fragmentado luego del enfrentamiento de la jerarquía eclesiástica con Perón. El desarrollo del Concilio Vaticano II, realizado en Roma entre 1962 y 1965, produjo una profunda división dentro de la Iglesia en la Argentina. Los sectores progresistas del clero querían una renovación de la actividad pastoral, mientras que la mayoría de los obispos, de posturas conservadoras, adoptaron una actitud reservada frente a los debates de cambio. La convocatoria conciliar fue vista por muchos como la oportunidad de producir una transformación en la Iglesia, por ello se fueron conformando grupos que discutían la necesidad de una renovación teológica. Así, un conjunto de docentes de la Facultad de Teología de la Universidad Católica Argentina y del Seminario Metropolitano de Buenos Aires se nuclearon alrededor del rector, Mons. Pironio, con este propósito; algunos de sus miembros publicaron un periódico llamado Notas de pastoral jocista, que planteaba la necesidad de renovación de los métodos y del espíritu del apostolado social. También, la revista Criterio asumió el objetivo de guiar al catolicismo conciliar en el país y redefinir la presencia de la Iglesia en el mundo. Ambos grupos consideraban que la Iglesia estaba, en cierta manera, ausente del mundo contemporáneo. En la vereda opuesta se encontraban las cúpulas eclesiásticas, sustentadas en teorías tomistas, congregadas alrededor de la Universidad Católica de La Plata y de Mons. Derisi, editaban la revista Estudios teológicos y filosóficos, de tendencia integralista y nacionalista. Dentro de estas dos corrientes había posturas matizadas, que complejizaban aún más el panorama eclesiástico. En realidad, la mayoría de los obispos no estaba empapada del espíritu conciliar y muchas instituciones eclesiásticas, anteriormente importantes, como la Acción Católica, habían ido declinando su accionar y su número de socios, como consecuencia de la crisis de la propia Iglesia. Entre los movimientos laicos, en los de la juventud era donde se advertían mayores tensiones, tal los casos de la Juventud Católica, el Movimiento Católico de Juventudes de Córdoba y la Cruzada Juvenil de La Plata. La participación de la Iglesia Argentina en el Concilio mostró esta fisura. Por un lado el cardenal Caggiano, como integrante de la Comisión Preparatoria del Concilio, aparecía como garante de la tradición y la concepción enraizada del rol de la Iglesia en la sociedad. La mayoría de los obispos de la Argentina habían ascendido a sus cargos dentro del clima de posguerra y mostraban cierta separación de la vida de los fieles, a la vez que eran defensores de la ortodoxia y del tradicionalismo. Los reformadores, más jóvenes, eran la minoría. Estos últimos, junto con teólogos que los asesoraban, comenzaron a reunirse en unCoetus y continuaron haciéndolo después del Concilio. Querían reformar los estatutos de la Conferencia Episcopal para incorporar el principio de colegialidad impuesto por el Concilio. Bregaban por una reforma litúrgica más radical y para imponer la misa en español, que algunos resistían. En el plano pastoral insistían para que el diaconado ocupase un papel más relevante. Revalorizaban la escritura en tanto “fruto del pueblo de Dios”. Por su lado, los conservadores dilataban el tiempo de aggiornamiento, de implementación de las reformas propuestas en el Concilio, como la modificación del Estatuto de la Conferencia Episcopal, la adopción de un nuevo Misal y la reforma de los estatutos de la Acción Católica. Estas posturas encontradas provocaban tensiones que recorrían todo el episcopado. Ello condujo al desarrollo de una actitud de introducción selectiva, moderada y gradual de las reformas. Por otra parte, los obispos que se oponían a su implementación, debían enfrentarse a la oposición de sectores del clero, como en los casos de Mendoza, Córdoba y Rosario, donde el conflicto se trasladó también a los seminarios. Todo ello condujo a una crisis sacerdotal, cierta pérdida de autoridad de las cúpulas eclesiásticas y protestas entre el clero y los laicos, muchos de los cuales comenzaron a acercarse a dialogar con el socialismo, con el marxismo y con sectores del peronismo de izquierda. El planteo de una agenda posconciliar trajo enfrentamientos entre las dos tendencias. Los primeros pujaban por una renovación rápida, apoyados por un número reducido de obispos y los segundos retrasaban los cambios. Esta polarización hizo que se dificultara la puesta en marcha de las reformas, manifestada en la creación de organismos creados al efecto, en los que sus miembros no estaban de acuerdo en cómo implementarlas. De igual manera, las formas de efectuar las reformas en las diferentes diócesis variaron según la postura de sus prelados, mostrando una evidente falta de coordinación entre ellos. Como consecuencia, parte de las innovaciones del Concilio no trascendieron a la práctica. Todo esto llevó a agudizar la división entre renovadores y conservadores. Al sector renovador adhería un número importante de sacerdotes jóvenes y unos pocos obispos también más jóvenes, contra la mayoría del sector conservador. Estas diferencias comenzaron a trascender el ámbito eclesiástico y fueron motivo de atención por parte de la prensa. Frente a esta división, aparentemente irreconciliable, intervino el papado a través del nuncio Humberto Mozzoni que comenzó a gravitar dentro del Episcopado argentino, imponiendo directivas de Roma y los nombres de los candidatos a obispos frente a los propuestos por el entonces cardenal Caggiano. Después del Concilio, la Celam Finalizado el Concilio podemos considerar que se afianzaron tres posturas antagónicas: Por un lado, el sector ultra-conservador y renuente al cambio, rechazaba todo intento de interpretación que condujera a la acción social o política; estaba identificado con el nacionalismo de derecha, integrista de los años 30. Por otro lado estaban quienes querían poner en práctica el Concilio y trabajaban por abandonar ciertas prácticas tradicionales de la Iglesia y abrirse más hacia la sociedad. Componían el ala social-cristiana de la Iglesia, inspirada en experiencias católicas europeas y en políticas desarrollistas. En tercer lugar, estaba el grupo de posturas más radicalizadas, que asumía un compromiso social manifiesto y se volcaba a la acción política. Este grupo, integrado especialmente por cuadros medios y bajos del clero regular y secular, desarrollaba su experiencia social en barrios obreros y, a partir de 1968, sus miembros integraron el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. La asamblea que el Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam) celebró en Medellín en 1968 suele considerarse como el Concilio Latinoamericano, por su tarea de adaptar las resoluciones del Concilio Vaticano II a la realidad de América Latina. Medellín significó para muchos una intención de renovación doctrinal, compromiso social, opción por los hombres y por su liberación y el impulso a las comunidades de base. Fue el escenario de la Teología de la Liberación y de la opción por los pobres. En representación de la Iglesia argentina se destacó Mons. Pironio, luego cardenal, quien sostenía una visión moderada de esta teología. Además de Caggiano, la mayoría de los obispos pertenecía al sector conservador. También participó Quarracino, con una postura conservadora. Para el tema que estamos analizando, de Medellín interesan los procesos ideológicos posteriores. El primer documento que produjo la jerarquía católica argentina fue la Declaración de San Miguel, en 1969, que pretendía adaptar la realidad del país a las conclusiones del Concilio Latinoamericano. A pesar que tres años antes, la jerarquía había respaldado el régimen de Onganía, en San Miguel se adoptaron declaraciones acordes al espíritu de la asamblea de Celam, como el reconocimiento de una estructura social injusta, el deber de la Iglesia de trabajar por la liberación total del hombre en contra de las estructuras injustas y opresoras, la creencia de la subordinación social a lo económico como consecuencia del accionar de grupos de opresión que generaban desequilibrios regionales, migraciones, desocupación e inseguridad. A partir de San Miguel parecía que la Iglesia sólo tenía dos opciones: Una planteaba la participación popular a través del MSPTM y movimientos apostólicos de masa, siguiendo la corriente mayoritaria entonces en el CELAM representada por el giro progresista de las iglesias de Brasil y de Perú. La segunda, revivía el discurso integralista y buscaba articular sus alianzas con nuevos sectores de la sociedad. La mayoría de los obispos argentinos adherían a esta última, por lo que la disputa terminó con la derrota de los sectores progresistas. Tres corrientes en la Iglesia Católica argentina En las décadas del 60’ y del 70’, matizada por los conflictos internacionales, dictaduras nacionales y democracias débiles, la Iglesia en la Argentina se veía atravesada por conflictos intereclesiales, sociales y políticos. El retorno del peronismo al poder, entre 1973 y 1976, avivó las diferencias. Las proposiciones doctrinarias de los sacerdotes tercermundistas se articulaban tras ideas de liberación, opción por el pueblo, compromiso temporal, hombre nuevo, revolución y socialismo. Por otro lado, los sectores más conservadores se alineaban tras la antigua concepción de la nación católica, del rol tradicional de la Iglesia y del respaldo a las FFAA como garantes del orden y de los principios “occidentales y cristianos”. Entre estos últimos jugó un papel preponderante el clero castrense, que había aumentado significativamente su número auspiciado por el Estado represivo. La persecución a los tercermundistas, primero desde el gobierno constitucional y luego desde el militar, ahondó la brecha intereclesial y produjo gran deserción en las filas del clero. Por otra parte, una tercera corriente moderada, luego conocida como “teología de la cultura”, comenzó a realizar nuevos planteos, colocándose en el medio de las posturas anteriores. Para los moderados, liberación debía entenderse como salvación, revolución como conversión interior, política entendida en sentido amplio, no como militancia partidaria, socialismo, lejano al marxismo, y más cercano a una interpretación nacional. Ghio reconoce, entre el tercer peronismo y la dictadura, cuatro tendencias dentro del episcopado argentino: un sector corporativo integralista, ligado a los grupos de poder tradicionales y a las FFAA a través de la Vicaría Castrense, con figuras como los obispos Tortolo y Plaza; un sector corporativo conservador –que constituía el bloque mayoritario- liderado por Caggiano, Primatesta, Aramburu y Quarracino que, si bien no denunció las violaciones a los derechos humanos, hacia fines del “Proceso” se fue alejando de las cúpulas militares; un sector democrático moderado, que trataba de aplicar los principios políticos y sociales del Vaticano II, adhería al pluralismo socio-cultural, a la tolerancia ideológica y a la democracia política, identificado con el social cristianismo europeo, representado por Laguna, Casaretto, Sueldo y Zaspe, entre otros. En realidad, fueron minorías aisladas y desautorizadas, en muchos casos, cuando algunos se expresaron en contra los crímenes de la represión militar. Por último, el sector progresista planteaba la herencia doctrinaria de Medellín. Era una expresión también minoritaria de la cúpula eclesiástica. Dos de sus obispos murieron tempranamente: Angelelli, asesinado y Ponce de León, muerto en un accidente automovilístico dudoso. Cuatro continuaron en esa línea -Novak, Hesayne, de Nevares y Devoto-, participando en organizaciones de defensa de los derechos humanos. El contexto de la última dictadura Instalada la dictadura militar, en 1976, la polarización se agudizó. Sectores católicos progresistas, integrados por sacerdotes, monjas y laicos, fueron detenidos, torturados y desaparecidos como muchos hombres y mujeres pertenecientes a distintos grupos de la sociedad. La Biblia Latinoamericana fue prohibida por “subversiva”. Por otro lado, el sector más conservador avaló y respaldó el accionar de las FFAA, frente al silencio de la mayoría. Podrían darse muchos ejemplos de una y otra postura, pero basten dos para ilustrar las mismas: En La Rioja, el obispo Angelelli fue asesinado, en un simulacro de accidente automovilístico, luego de la tortura y asesinato de dos sacerdotes de su diócesis. Por el otro lado, el nuncio Mons. Laghi bendijo las armas de las tropas que iban a combatir contra la guerrilla en Tucumán, invocando el “mito de la nación católica”. La participación de miembros de la Iglesia con posturas disímiles fue una constante, posturas que difieren también en las interpretaciones de los historiadores, análisis que escapa a este trabajo. En general, este era el cuadro ideológico en la Iglesia argentina cuando se reunió la II Conferencia General del Episcopado en Puebla, en 1979. En el ínterin, había sacudido América Latina una ola de golpes de estado que instalaron nuevamente regímenes autoritarios, más severos y represivos. En Argentina, durante el período preparatorio de la conferencia del Celam, se dividieron irreconciliablemente los partidarios de la Teología de la Liberación y quienes defendían la tesis de la Teología de la Cultura. Algunas jerarquías eclesiásticas en América Latina, como los casos de Chile, Perú y Brasil, se colocaron en la oposición a las dictaduras y en la defensa de los derechos humanos, caso no compartido por la jerarquía en la Argentina. Con la asunción del nuevo pontífice Juan Pablo II, en Puebla triunfaron los sectores conservadores, que hicieron retroceder a los sectores progresistas. A pesar de la derrota, estos últimos lograron mantener la inclusión de la opción preferencial por los pobres. En un clima más propenso a la conciliación o normalización, optó la mayoría por la teología de la cultura que usaba los conceptos de pueblo y de lo popular pero no como oposiciones de clase, sino privilegiando la unidad y el consenso por sobre el conflicto, y el análisis socio-cultural sobre el de clase. La cultura fue colocada en el centro de lo social y lo religioso se imponía en el centro de lo cultural. La relación de la jerarquía eclesiástica argentina con la dictadura, según Ghio puede ser dividida en tres etapas: La primera de “legitimación a la crítica correctiva”, entre 1976 y 1980, en especial a través de la Vicaría Castrense, de justificación del aparato ideológico y de la represión. En esta etapa el conflicto con Chile fue superado mediante la mediación de la Iglesia Católica, hecho que le permitió recuperar parte del prestigio perdido. La segunda, entre 1981 y el comienzo de la guerra de Malvinas, de descomposición del bloque hegemónico militar, surgimiento de la multipartidaria y de múltiples protestas obreras en contra de la política económica de Martínez de Hoz; la Iglesia, a través del documento Iglesia y Comunidad Nacional, comenzó a plantear la reconciliación, aunque guardando silencio respecto de las violaciones de los derechos humanos. En la tercera etapa, luego de la derrota de Malvinas, que trajo la descomposición del régimen militar y la apertura democrática, la Iglesia empezó a prepararse para afrontar una nueva sociedad en transformación. Aunque la Iglesia en Argentina perdió, en parte, la oportunidad de renovación y diálogo fruto del Concilio Vaticano II, en el documento Iglesia y Comunidad Nacional, de 1981, retomó el tema de la cultura basándose en la Doctrina Social de la Iglesia y en la identidad cultural de la nación. La situación eclesiástica, al momento de la recuperación de la democracia, estaba atravesada por fracturas y responsabilidades diversas, el rico impulso de la corriente posconciliar subsumido y con la credibilidad de la jerarquía dañada frente a la opinión pública. A pesar de todo la Iglesia comenzó a transitar un nuevo camino, difícil por cierto, pero que le permitió buscar formas de resolución de conflictos fuera del ámbito estatal y más cercano a la sociedad civil, a sus necesidades y reclamos. Un nuevo escenario se abría a su accionar y se preparaba para enfrentar nuevos desafíos. El camino de reorganización, apertura y diálogo sigue su marcha, ahora con mejores horizontes tras la asunción al papado del argentino Jorge Bergoglio, el papa Francisco. Bibliografía
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viernes, 11 de julio de 2014
LA IGLESIA POS CONCILIAR EN LA ARGENTINA
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